Era como tener una sopa de ingredientes exóticos y exquisitos, pero con un poco de caca. Al final, echada a perder. Por mucho que tuviera todo lo mejor y fuera un lujo absoluto, el saber que estaba contaminada me hacía imposible disfrutarla.
Nunca sabía cuándo, pero saltaría la rana en algún momento. Habría una factura que pagar. Con agresión, con angustia, con humillación, con incertidumbre. Tanto miedo hacía que quisiera que se acabara, que los días pasaran pronto.
La certeza de tener lo material resuelto.
La terrible incertidumbre de si llega o no.
Si llega contento o si se pone bravo.
La certeza absoluta de que todo con él termina en conflicto.
Sin paz, con alcohol y desasosiego.
Con el derecho de al menor detonador, real o imaginado, distribuir mi autoestima, mi tiempo, mis méritos, mis amores, mis compromisos. El motivo podía ser que estuviera contenta.
Había un cuento que tenían mis hermanos que decía “¡No, no, no! Más sopa no quiero yo”.
Pues así un día. Me vi comiendo el caldo inmundo para siempre y no pude más. No, no y no. La última fue la última. No pude seguirme convenciendo de que estaba buena. Era un caldo de caca. No valía la pena y no estaba dispuesta a seguir.
Habrá a quien le resulte el hacerse de la vista gorda, el sacarle la vuelta a mirar la contaminación y solamente tomar lo bueno, aún sabiendo que está disuelto lo malo y que son inseparables. Yo no pude.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario